Un martes fuimos a clase sin saber que sería el último día de curso, y muchos de nosotros solo volveremos a Madrid para empaquetar, recoger nuestras cosas y tomar el AVE de vuelta al pueblo.  Si pensábamos que la crisis del COVID-19 era exclusivamente sanitaria, los titulares del periódico nos demuestran que estábamos equivocados. Nosotros, lo universitarios, lo sabemos muy bien. Porque cuando le contemos a nuestros hijos que hubo un año en que terminamos las clases en marzo y ellos nos envidien, tendremos que explicarles también lo que supuso cambiar nuestra forma de estudiar, de organizarnos y de trabajar.

Para todos está siendo difícil asimilar que el mundo ha cambiado en pocos meses. Sin embargo, para los universitarios que estábamos acostumbrados a los chistes del profesor, al metro de las 8:45 y a las entregas en mano esto es un verdadero caos - imagino, mucho peor para el docente que nunca supo cómo usar el Campus Virtual. Tampoco ayudaron los cinco correos por hora que recibimos con informaciones distintas y criterios ambiguos, durante los primeros días; pero parece que la comunidad universitaria está despertando y, a la vez, percatándose de que haber virtualizado el método de estudio - cuando los estudiantes ya manejaban todas las herramientas - nos habría ahorrado muchos dolores de cabeza.

Si bien es cierto que la tecnología, a tiempo, nos hubiese ayudado a afrontar esta situación de manera más normalizada - sin necesidad de transiciones apresuradas -, ofrecer como única opción el seguimiento del curso en línea supone la exclusión de un porcentaje de estudiantes que no dispone de los suficientes medios para ello. De hecho, en 2019, un 91,4% de los hogares españoles estaban dotados con servicio de Internet; lo que, aunque parece un número prometedor, significa que prácticamente 1 de cada 10 universitarios no podrá terminar el curso - o, al menos, no lo terminará con la misma facilidad -.

Más allá de los problemas de logística, no comprendo en qué momento hemos olvidado que se trata de una situación excepcional y de que, inevitablemente, nuestras vidas no deberían seguir funcionando como de costumbre. Y no lo hacen. El confinamiento no supone únicamente trasladar toda tu actividad hacia un espacio cerrado por cuatro paredes, sino también renunciar a los domingos de familia, a los jueves de farra y a las escapadas express que tanta vida nos dan. Que guardarnos del virus sea necesario no excluye que sea sano; y una mente triste, atrofiada y encerrada ni rinde, ni fluye.

Tal vez sea esta una buena ocasión para dar a los estudiantes un voto de confianza; una oportunidad para demostrar que podemos aprender sin la necesidad de asistir a clases online que se corten a los dos minutos, de realizar exámenes por Skype absurdos o de llenar el correo del profesor con dudas.  Dadnos un libro, una pauta, un guion o cualquier otra herramienta, y dejadnos construir con ella nuestro propio aprobado sin fechas límite ni calificaciones. Dejadnos recordar por qué nos inscribimos en esa carrera.


Porque tal vez aquel último martes en que fuimos a clase, fue en realidad el primer día en que aprendimos a aprender. Y qué pena que hiciese falta una pandemia. 

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