
Foto de Julie Ricard en Unsplash
La invasión de Rusia a Ucrania ha supuesto un shock para todos, especialmente para los jóvenes que pensábamos que no viviríamos nunca una guerra en nuestro suelo. Que el conflicto sea aquí, y no allí - en esos lugares lejanos cuyos problemas ya no nos sorprenden - hace que emerjan debates que, se suponía, en Europa estaban zanjados.
“Eso está pasando, ahora mismo, en la Europa narcicista que cuando se mira en el espejito mágico no encuentra en ninguna parte a nadie más hermoso y libre que ella”, decía David Gistau en 2005. Pero podría, si estuviese entre nosotros, referirse también a la venda que nos ponen en los ojos cuando nacemos en un continente que lleva como bandera la palabra “diversidad”.
Ya son más de 500.000 personas las que han huído de Ucrania, en apenas una semana, hacia países fronterizos como Polonia, Hungría y Eslovaquia. Hay recogidas de alimentos en todas las esquinas y voluntarios para conducir hasta las fronteras con el objetivo de mostrar solidaridad hacia el pueblo ucraniano. Son de los nuestros, claro. No son “refugiados como los que acostumbramos a ver; son rubios y de ojos azules”, como argumentaba un don nadie frente a una cámara hace unos días. Esa es la diversidad de Europa. La que permite que una norteamericana pueda comerse una baguette, llevar boinas de colores y sentirse parisina. La que cantaba Sting en Englishman in New York. Diversidad entre las costumbres de los blancos, entre las ínfimas diferencias que hay entre un joven de Berlín y uno de Milán.
En la frontera de Polonia con Ucrania están negando el paso a estudiantes africanos que intentan, como todos los demás, huir del foco del conflicto. Si no mueren por la guerra, morirán de frío esperando a que la puerta de ese autobús se abra. Igual que todos los sirios que quisieron entrar a Europa en 2015 y siguen atrapados, sin oportunidades, en países como Jordania. Igual que los que llegan en cayuco a las costas canarias, que siempre son menos de los que embarcaron en África. A todos ellos Europa les pide algo a cambio de salvarlos. No se trata, entonces, de solidaridad, sino de un trueque.
Todos presumen de ser muy justos e igualitarios, hasta que una guerra les demuestra que las vidas blancas valen más que las de cualquier otro color. Hasta que les hacen elegir entre dos distintos y, sintiéndose algo culpables, escudan su decisión racista tras el argumento de la proximidad. Derechos Humanos, pero selectivos.
Tenemos una herencia histórica de discriminación. El viejo continente, ese ideal al que muchos países aspiran, esconde su mugre debajo del felpudo. Sin embargo, ahora solo se necesita un móvil con cámara en el umbral de la puerta para sacar a la luz los valores de cristal de esta nueva versión de Europa. La que está en guerra y acepta refugiados, pero solo de primera clase.